Cuando nada nos queda, nos queda todo: el ser, única condición de la felicidad
Estos días conocí a un hombre que ascendió a las cumbres del poder y, en esa vorágine de las sociedades que buscan chivos expiatorios para que unos pocos paguen la corrupción de todos, fue a parar a la cárcel. Me decía que en prisión había conocido más de la libertad que en la ebriedad del poder. Se descubrió a si mismo, ya desnudo de toda condición y, en esa desnudez del ser, se encontró de veras con su familia por primera vez. Son las paradojas de la vida: aprendemos más de la vida cuando hemos estado al borde de la muerte, echamos más de menos a nuestra madre cuando se muere. Lo que realmente vale, se reconoce mejor cuando se pierde.
Pero ¿qué nos queda cuando aparentemente nada queda ? Si se ha perdido la fortuna, el reconocimiento social, el poder, la reputación y, a lo mejor, nuestro solo horizonte sea el de la prisión, ¿ qué podría ya quedar? Quedas tú, quedo yo, quedamos nosotros, el ser que somos, con aquello que realmente da sentido a la vida: la libertad interior. En la visión del padre de la logoterapia- terapia del sentido o logos- Víctor Frankl, nos queda esa dignidad de ser, que nos permite optar por la actitud con la que vivimos cada suceso de la vida. “Por sus obras los conoceréis” y las obras son actos que nacen de actitudes.
Que ganemos la lotería o perdamos la fortuna, no es tan determinante como la actitud con que lo asumimos. Lo primero, bien puede conducir a la debacle; lo segundo, puede conducir a la restauración de lo esencial en la vida. Aunque haya riqueza material se puede vivir en la cultura de la pobreza, que nace de esas actitudes que reflejan la pobreza de espíritu. Y los pobres de espíritu son los más pobres del mundo.
De mil modos nos duele la vida pero, ¿tenemos que sufrir? El sufrimiento es producido por una errónea actitud frente al dolor, cuando nos resistimos a él o lo negamos. Si no nos resistiéramos a ese dolor y aprendiéramos su lección ¿qué pasaría? Descubriríamos talvez que el dolor es algo así como un maestro que nos revela los mil y un aspectos de una sola lección : la del amor. El dolor emocional retenido nos convierte en víctimas, construimos un cuerpo de dolor en torno al cual vivimos, hacemos una coraza inexpugnable para ser invulnerables. Si aplazamos las heridas, prolongamos el dolor y lo convertimos en sufrimiento; si no vamos cada día extrayendo las espinas, estaremos condenados a que con cada paso en el camino de la vida se abran las antiguas heridas. Alguien en nosotros se recrea en el dolor, como si su único poder fuera el de sufrir y llamar la atención como una víctima. Perdemos la dignidad cuando mendigamos esa migaja de amor que es la lástima. Los que poco o casi nada tienen se tienen a sí mismos, se disfrutan, gozan de las pequeñas cosas, y comparten lo que tienen en abundancia: la vida. ¿Y si el propósito de la vida fuera la felicidad y rescatáramos, ahora plenos de conciencia, la inocencia que nos da la paz de y la alegría ser sencillos? En el lecho de la muerte la gente parece que se arrepiente más de lo que dejó de hacer que de aquellas cosas que hizo. Supongamos que, como irremisiblemente va a suceder un día, mañana fuera el día de la despedida defintiva de este plano de la conciencia. ¿Qué haríamos ? Quizás perdonar y pedir perdón, abrazar, aconsejar. A lo mejor, pagar y resolver todas esas cosas pendientes, que agravan el peso de la vida como el de la muerte. ¿Qué esperamos?
Supongamos que podemos vivir cada día con la fuerza primitiva del primer día, con la trascendencia del último día y con la alegría incondicional de lo que es único e irrepetible. Es cierto. Cada día nacemos y morimos y, entre esas dos riberas, vivimos. Podríamos al menos optar por ser felices, a pesar de la tristeza y el dolor. En el ser, ese lugar de la conciencia en el que nada se puede perder, somos felices .
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